Ricardo Diez
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| Enviado miércoles, 08 de marzo, 2006 - 06:57 am: | |
CLARIN Otro trauma institucional Ricardo Kirschbaum EDITOR GENERAL DE CLARIN rkirschbaum@clarin.com Hoy se agrega a la historia política de nuestra ciudad un episodio de gravedad enorme: la destitución de un jefe de Gobierno, reelegido por el voto popular. Ha sido posible por la ejecución de un mecanismo constitucional. Esto ocurrió por muchas razones políticas que han sido catalizadas por la enorme y lacerante tragedia de Cromañón. Es lo que explica este castigo máximo a Aníbal Ibarra. Pero en este juicio apareció menos el genuino interés de sancionar a los responsables que un indisimulable intento de cobrar cuentas políticas pendientes. El dolor de los padres, de los parientes, de los amigos, de todos aquellos que en el humo venenoso de Cromañón perdieron sus seres queridos, no puede ser objetado por nada ni por nadie. Y su reclamo de Justicia, tampoco. El dolor de todos ellos es absolutamente genuino. Y no merece —ni mereció— ser utilizado para las tramoyas de la baja política. Las instituciones de la democracia han sido sacudidas terriblemente hace muy poco tiempo. En diciembre de 2001 vimos caer a un Presidente, agotado su tiempo, hundido en un pantano político. Entonces subrayamos que la democracia argentina, más allá de los errores enormes de ese gobierno, debía considerar como muy grave el trauma que significa echar a un jefe de Estado que se fue envuelto en el descontrol de una represión que causó muchos muertos. En esos días la sociedad repudió y le dio la espalda al sistema político que, sin embargo, encontró fórmulas para que el sistema intentara una regeneración que llevará todavía un largo tiempo. Frente a Cromañón la opinión pública se conmovió y exigió probar responsabilidades pero no la remoción de Ibarra. Y abrió de un tajo el vientre de la política porteña. Mostró en público esa realidad, de la que Aníbal Ibarra también ha contribuido. En una representación política muy fragmentada, la soledad del jefe de Gobierno en la Legislatura, luego de dos períodos, era casi patética. Si algo estuvo claro desde el vamos, luego de Cromañón, que la suerte de Ibarra dependía de otros y que eso sólo prometía agonía y especulación. Así fue. Cuando Ibarra dijo que esto no le pasaba si era peronista o radical, quizá estaba meneando la soga en casa del ahorcado, exhibía su propia vulnerabilidad. Porque a Ibarra no lo tumbaron por su gestión en general sino por su incapacidad para prevenir. No por corrupción o intenciones aviesas. La mayoría empujó eso y logró el número para destituirlo. Desafortunadamente, la política en la Ciudad ya había sido reducida a la sospecha pura, con o sin fundamentos, donde "barrabrava" o "cheque" eran las palabras más usadas. Ese estado de sospecha absoluta adelanta otro gran equívoco: la Justicia sólo es Justicia si coincide con lo que un sector quiere. De lo contrario, se utiliza cualquier fórmula —en este proceso la intimidación y la amenaza fueron algunas de las armas más efectivas— para forzar la realidad. Si los legisladores o dirigentes se sintieron, como muchos lo admitieron en privado, como "rehenes" de la situación, lo cierto es que salieron del brete por el lado más fácil. Parece que sólo ganaron algo de tiempo. Para el Gobierno nacional tampoco fue gratis. Le soplaron a un aliado en la Capital. El kirchnerismo no logró decidirse si lo defendía o crucificaba. Así fue en todo el proceso. Este final, se dirá formalmente, es legal: asume el vicejefe de Gobierno. Jorge Telerman tendrá que asegurar esa continuidad con el mandato recibido en 2003 y deberá comprender con exactitud la circunstancia que lo pone en la jefatura de Gobierno. Que hayan echado a Ibarra es una decisión política, una sanción, una venganza, según como se vea. Hay algo incontrastable: añade otra herida a un sistema que aún no digirió una tragedia y sus transgresiones cotidianas, a las que justifica en silencio pero critica en público. |