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Ricardo Diez
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Enviado jueves, 24 de agosto, 2006 - 12:45 pm:   

LA NACION

Cromagnon o la lección no aprendida
Por Alvaro Abós
Para LA NACION

Cromagnon parece ya algo remoto, por la esclavitud de la sociedad mediática al vértigo de la actualidad. Pero vale la pena recapitular sobre lo que sucedió en esta ciudad de los “Males Aires” –como la llamaba su hijo Cortázar– aquel fatídico diciembre de 2004.

Lo que sucedió fue esto: uno de los principales líderes políticos de la Argentina, cabeza de un enorme aparato estatal, beneficiario de un presupuesto superior al de casi todas las provincias argentinas, fue destituido por mal desempeño en sus funciones, en juicio político incoado por la Legislatura, según lo establece la Constitución de la Ciudad Autónoma. En realidad, lo fue debido a la presión de las madres y los padres de 194 jóvenes muertos al incendiarse una discoteca que, sin recaudos de seguridad, se convirtió en una trampa mortal.

Un proceso judicial está instruyéndose desde entonces, con la lentitud que distingue a la maquinaria judicial en todos los lugares del mundo, y en este en especial. Pero el episodio no podía acotarse a su derivación puramente judicial. Y, en efecto, tuvo una explosiva consecuencia política.

En la Argentina, nada fue igual después de las violaciones a los derechos humanos cometidos por el régimen militar, entre 1976 y 1983. Nada fue igual después de la muerte de casi mil jóvenes argentinos en las islas Malvinas. Nada debería ser igual después de Cromagnon. Como si la Argentina, este Saturno que se devora a sus hijos, sólo pudiera avanzar, en su camino bamboleante, a costa de tragedias que implican el sacrificio de sus jóvenes.

¿Qué lección deja Cromagnon y el juicio político que condenó a Aníbal Ibarra? A mi criterio, una, inmensa: la potencialidad de la protesta ética, cuando la sociedad pierde la fe en los órganos de justicia. Quienes pervierten la política, convirtiéndola de servicio público en ambición autoperpetuadora, juegan con fuego. Se quemaron en Cromagnon.

Es cierto que la Legislatura de la Ciudad Autónoma tiene pocos blasones cívicos. Su clientelismo (léase cultura del ñoqui) no es menor al del gobierno de la ciudad: los sesenta legisladores tienen a su servicio a más de dos mil empleados, una hiperburocracia que envenena la gestión.

La volubilidad partidaria que impera en la Legislatura no parece ser consecuencia de debates ideológicos sino de oscuros tráficos de influencia y otros chanchullos. No por nada allí actuó muchos años quien creara un neoverbo que define la época: borocotear. Es como si, por los pasillos del elegante palacio erigido en 1925 (el “palacio de la corrupción” fue definido en un libro de hace unos años), aún deambularan los fantasmas de escándalos históricos que allí se ventilaron, o se sofocaron; como los negociados del Palomar o de la Chade.

Las ciudades no las hacen los santos. En los orígenes de toda gran ciudad hay sórdidos cimientos criminales, como lo mostró Martin Scorsese en su Pandillas de Nueva York, film inspirado en un libro que ya leía Borges en 1933, cuando redactaba su Historia Universal de la Infamia, en el Buenos Aires de la década que después sería llamada Infame.

Y, sin embargo, como enseña el Evangelio, Dios escribe derecho sobre renglones torcidos. En la Argentina, esto es una verdad de cada día. Un solo ejemplo: el servicio militar obligatorio, institución degradada por el autoritarismo sádico, fue abolida por Carlos Menem; avance social que también debemos a sangre joven: la del soldado Carrasco.

La destitución de Ibarra por la Legislatura fue una odisea social y humana. Los padres y madres de las víctimas, un puñado de hombres y mujeres sin recursos, sin prestigio intelectual o social, sin presupuesto publicitario, con un altavoz y unos letreros pintados con brocha gorda sobre sábanas, hicieron morder el polvo al rico Estado porteño, poseedor de medios de difusión propios, de todos los formatos –gráficos y audiovisuales–. Es cierto que los deudos de Cromagnon cometieron, y siguen cometiéndolas, desprolijidades; que pronunciaron palabras desmesuradas, y que resultó zamarreada cierta gente. Pero, a pesar de ello, la epopeya de los padres de Cromagnon fue una empresa civil y no violenta.

Esos padres y madres fueron calificados de golpistas, linchadores y gangsters. Eran hombres y mujeres, humillados por la negligencia y el maltrato, que salieron a pedir justicia. Horas y horas de testimonios, alegatos y peritajes demandó el juicio político al ex alcalde. Muchos miles de folios para certificar algo que todos sabíamos: la existencia de tramas corruptas en la ciudad de Buenos Aires. Aunque sólo haya sido una vez, la impunidad fue desarmada, al menos en su cabeza, por la presión ética de esos hombres y mujeres de a pie.

Los argentinos no hemos sabido construir un gran país, escribió hace mucho Ezequiel Martínez Estrada y agregó: apenas hemos podido hacer una gran ciudad. ¿Ni eso? ¿Puede aspirar a ser una gran ciudad la que desprecia la vida de sus hijos?

La destitución de Ibarra no fue un triunfo de la derecha sobre el progresismo, como pretendió el defenestrado, durante el juicio político, con obsesivo discurso, que ahora repite con motivo de su sobreseimiento judicial (¿qué progresismo?, ¿progresismo, Ibarra?, ¿progresismo, el del presupuesto como caja negra de la política?).

Primero, Cromagnon no fue un triunfo de nadie, sino una derrota de todos. Segundo, el sentido de la destitución del ex alcalde no puede buscarse en ningún esquema ideológico, sino en la fuerza ética que conservan las víctimas de la sociedad, maltratada frente a instituciones y políticos desprestigiados.

Mientras tanto, hay que repetirlo una y otra vez, porque la cabeza de la hidra sigue enhiesta y el ex alcalde, inmune a todo arrepentimiento, intacta su sed de poder, incapaz de guardar silencio, anuncia ya que buscará papeletas que lo vuelvan a ungir. ¡No le importa si están manchadas con sangre!

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