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Ricardo Diez
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Enviado lunes, 30 de octubre, 2006 - 07:58 am:   

Diario PERFIL
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El observador
22 meses despues de la tragedia

Descontrol: se sigue hacinando jóvenes en locales que son una trampa mortal.
Sótanos atestados de gente. Carteles pegados con cinta adhesiva. Ausencia de matafuegos. Puertas cerradas con candados. Escaleras casi inaccesibles. Como si el desastre de Once no hubiera sucedido, siete pubs y bares porteños, a los que asisten miles de personas, ofrecen recitales bajo estas condiciones. Las bandas que tocan allí reconocen el problema. ¿Hay que esperar otros 194 muertos para reaccionar?

Por paulina maldonado


Carteles de emergencia sin ningún tipo de iluminación pegados con cinta adhesiva. Puertas de salida cerradas con candado. Sótanos y primeros pisos atestados de gente y con estrechas y sinuosas escaleras como única alternativa de escape. Ausencia total de matafuegos y, en el mejor de los casos, uno solo, suelto, colocado casi como un elemento decorativo.
Durante varias semanas PERFIL recorrió varios pubs y bares de la Ciudad de Buenos Aires en los que se dan recitales. Y pudo comprobar que a casi dos años de la tragedia de República Cromañón, en la que perdieron la vida 194 personas, las cosas parecen no haber cambiado demasiado. Las fotografías que ilustran esta nota son elocuentes, al igual que el testimonio de algunas de las bandas que tocan en esos lugares. Silvio Bilbao, de Vino Vino, cuenta que “después de Cromañón, uno se fija más en cuestiones de seguridad que antes. Pero en el momento del recital, ni a la banda ni a la gente les importa nada. Es cierto que hay lugares que no cumplen con lo mínimo y pensás: ‘Si acá pasa algo, no salimos’. Pero como son tan pocas las alternativas para tocar, nos arriesgamos”.

Fuera de control. El 31 de diciembre de 2004, un día después del incendio en Cromañón, el Gobierno de la Ciudad clausuró todos los boliches habilitados como locales bailables clase C, a los que obligó a cumplir con nuevos requisitos de seguridad para poder reabrir: certificación de la Superintendencia de Bomberos, contratación de un servicio de emergencias, presentación de un plan de evacuación, uso de materiales no combustibles, aumento del ancho de puertas y salidas, control de la capacidad máxima permitida, fueron algunas de las nuevas disposiciones. Además se determinó que deben solicitar un permiso especial para realizar recitales (ver recuadro).
Sin embargo, las medidas de prevención de incendios y accidentes parecen no haberse instalado en los locales que albergan a bandas más pequeñas, la mayoría de ellos habilitados como café-bar o confiterías con permiso para realización de música o canto, en carácter de actividad accesoria, desde las 20 hasta las 2 de la mañana.
“En estos locales no pueden organizarse recitales, aunque sean de bandas chicas. Lo que pasa es que ahora se impone lo administrativo, y como tienen su habilitación, parece que está todo bien. Lo importante es que llenes casilleros, nadie se fija si completás todo, algo o nada. Pero las habilitaciones deben garantizar que las personas que van a un lugar no correrán riesgos. Entonces ¿qué tiene que enfatizar el Gobierno de la Ciudad: el interés económico de los dueños o la seguridad de la vida de quienes están adentro?”, advierte Atilio Alimena, defensor adjunto de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires.

Tal como están las cosas hoy, pareciera que los recitales de bandas que convocan entre 150 y 300 personas son los más peligrosos. Los músicos explican que los locales más grandes, preparados para albergar entre 1.000 y 3.000 espectadores, están más controlados y son estrictos con la seguridad, pero también son mucho más caros e inaccesibles para grupos no tan masivos.
Para ellos están estos bares, donde las bandas arreglan su contrato de palabra, pagan entre $ 200 y $ 350 para tocar y cobran una entrada de entre $ 5 y $ 7. La demanda es tan grande que todos los lugares consultados ya otorgan fechas para el año que viene. En cambio, los precios de los locales “grandes” pueden llegar a cobrar hasta $1.000 para tocar en un día de semana y las entradas suben de $ 12 hasta $ 20.
“Supuestamente después de Cromañón ya se solucionó todo, pero sólo se maquilló un poco la cosa y todos siguen zafando. Hay lugares que son sucuchos, súper inseguros. Pero parece que no importa, porque como son lugares chicos va a morir poca gente. El otro día me encontré al dueño de uno de estos sótanos contando billetes en la escalera, como hacía Chabán hace 10 años. A muchos de los responsables de estos locales no les interesa tomar conciencia porque dicen ‘A mí no me va a pasar’”, explica Hermann, cantante de Mal Momento, una banda de punk rock con más de 20 años de trayectoria. Cristian Seligmann, periodista de El Acople, un portal de rock nacional, coincide: “Después de Cromañón empezó la locura de clausurar locales. Lo que no entienden es que cuanto más se quiera prohibir, más alternativas ilegales se van a encontrar. Quieren que seamos Suiza, pero somos Argentina. Y acá, hecha la ley, hecha la trampa. Esto tiene que ver con una idiosincrasia que no se cambia de un momento a otro”.
Para el arquitecto Ernesto Landi, perito judicial y desde hace 26 años asesor en habilitaciones, hay varios factores que favorecen la falta de conciencia de los dueños de este tipo de lugares: la burocracia de las habilitaciones, la legislación demasiado engorrosa y sobre todo la falta de controles efectivos. “Es necesario aceitar el sistema de fiscalización y control y visitar estos lugares de noche. Uno puede poner en condiciones un local para la habilitación pero si después el dueño no cumple con la normativa, es el Gobierno de la Ciudad el que tiene hacérsela cumplir”, dice Landi.
“Los lugares chicos son los más peligrosos y los que menos control tienen. Pero le buscaron la vuelta con las habilitaciones y siguen funcionando. Todo es parte de un negocio. A los grandes los controlan más porque si no cumplen las normas ‘el arreglo’ va a ser mayor que el de uno de estos bolichitos, que no pueden darle más de $ 50 al inspector para tratar de zafar”, explica Leonardo Abbiatici, guitarrista de Los Mendigos, una banda que tocó en Cemento y también en Cromañón.
Responsabilidades. Los bares y pubs visitados por PERFIL se encuentran entre los más convocantes y conocidos dentro del ambiente del rock. Semana a semana publican los recitales de las bandas que allí tocan en los suplementos jóvenes de los diarios. La mayoría funciona en sótanos o en primeros pisos, lugares que por sus características son más difíciles de evacuar, por eso los especialistas aseguran que las normas de seguridad deben ser aún más estrictas.
No es necesario conocer de memoria el código de edificación o las nuevas normativas para darse cuenta de que si en alguno de estos sitios se produjera un accidente, podría terminar en tragedia. Además de la ausencia de matafuegos y la precariedad de los carteles de salida, las condiciones de ventilación en muchos de ellos son casi nulas, algo que empeora con el correr de las horas y el amontonamiento de gente.
“Los carteles de salida deben ser fosforescentes o tener luz propia, para que en una emergencia la gente pueda verlos. Esos cartelitos verdes que dicen ‘Salida’ son escenográficos, porque si se corta la energía no se pueden distinguir. Lo peor es que estos dispositivos no son costosos. Los dueños de estos lugares deberían entender que es preferible invertir en seguridad antes que perder todo en un siniestro”, comenta Landi.
Los especialistas en prevención de accidentes coinciden en que el respeto a la capacidad máxima es clave: desde los anchos de las puertas y pasillos hasta la cantidad de matafuegos varían de acuerdo al número de espectadores. Pero a pesar de la terrible experiencia de Cromañón, en donde se superó cinco veces la capacidad de gente permitida, en estos sitios el cálculo de espectadores depende de la conciencia y el buen ojo del que controla la puerta. En ninguno de ellos se dan entradas. “Si querés salir y volver a entrar, no hay problema; yo me acuerdo de tu cara”, nos respondieron al pedir un ticket, lo que además daría pie a una visita de la AFIP por evasión impositiva.
“No puedo dejar de pensar en cuántas ocasiones podríamos habernos prendido fuego. Recuerdo noches en Cemento con 2.600 personas. La gente estaba amontonada, chorreaba agua de los techos, el micrófono me daba patadas. Pero nadie pensaba en las salidas de emergencia, ni en los matafuegos, ni en el metro cuadrado por persona. El rock era barato y ahora sé por qué, porque la vida también era barata”, reflexiona Hermann, el cantante de Mal Momento.
Mejor pero no bien. Alimena asegura que si bien se avanzó bastante en la prevención, todavía queda mucho por hacer. “Arrancamos en –5 y hoy estamos en 5 pero todavía nos falta para llegar al diez. Lo peor es que la rigurosidad de los primeros tiempos se empieza a perder. Hay que entender que los chicos tienen derecho a ir a un recital sin que esto implique que pongan en riesgo sus vidas.” El arquitecto Landi coincide: “Hay que trabajar día a día para reducir los riesgos. Cromañón tampoco pasó de un día para otro, hasta que ocurrió y fue una tragedia. Hoy no se deja de lado que pueda ocurrir algo de nuevo”.
Para el guitarrista Abbiatici, de Los Mendigos, además del control estatal es indispensable el compromiso de las bandas: “En muchos recitales se prendían bengalas, incluso en boliches mucho más precarios que Cromañón. Todos cometimos irresponsabilidades, porque no éramos conscientes del peligro. La cosa es reconocer el problema y la culpa que uno tenga, y a partir de ahí intentar modificar algo”, asegura.
Abbiatici reconoce que tal vez ellos pudieron tomar conciencia porque Cromañón los afectó directamente. Allí murió Marcelo, el baterista de la banda. “Decidimos no tocar en los lugares inseguros. Cuando organizamos un recital pedimos la habilitación y chequeamos los matafuegos. Además controlamos la puerta para saber verdaderamente cuánta gente entra. Culpar a Chabán y Callejeros es la más fácil, pero cada uno desde su lugar debe hacerse cargo y no olvidarse de lo que pasó.”

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