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Ricardo Diez
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Enviado viernes, 02 de enero, 2009 - 06:16 pm:   

Predica misa con familiares de víctimas de Cromagnon


Hace cuatro años, la Ciudad de Buenos Aires vivía su experiencia de dolor más intensa.194 jóvenes perdían la vida en una tragedia que puso de manifiesto las profundas miserias de nuestra convivencia social, la irresponsabilidad de los adultos, la marcada indiferencia por el prójimo en una sociedad individualista hasta el extremo y la tendencia a la negación y al olvido que nos vuelve a sumergir en la velocidad vertiginosa en la que vivimos, sin saber con claridad hacia dónde vamos y sin aprovechar las enseñanzas de la historia.



Nuestro arzobispo, el Cardenal Bergoglio nos decía hace un tiempo que la ciudad no había llorado lo suficiente esta catástrofe que ha marcado su historia. Se refería al llanto que lava y purifica el alma, al llanto que limpia la mirada y la dirige a la verdad, al llanto que convierte el corazón produciendo un cambio efectivo en el modo de vivir, al llanto a que refiere la bienaventuranza de Jesús: "Bienaventurados los que lloran porque serán consolados" (Mt. 5, 4). Buenos Aires no ha llorado bien aún a sus hijos muertos. No hemos aprovechado la oportunidad de este inmenso dolor para hacer un replanteo profundo de nuestra responsabilidad común en la creación de hábitos de convivencia más humanos, más justos y más fraternos.



Escuchando los testimonios que se fueron dando a lo largo de este tiempo de duelo, hemos comprobado que muchos de nuestros chicos murieron ayudando a otros. Que en un momento extremo eligieron ayudar a los demás antes que salvarse ellos. Que en una situación límite de ahogo y confusión, fue más fuerte en ellos su sentido de solidaridad, su bondad y su generosidad.



Al enterarnos de estas actitudes heroicas y conmovedoras, no podemos dejar de experimentar un llamado a sacar afuera lo mejor y lo más noble de nosotros mismos para construir una sociedad distinta, donde prive el respeto y la fraternidad. El compromiso de estos chicos con el prójimo en el centro mismo de la tragedia, irradia una luz potente sobre nuestra capacidad de entrega y compromiso hasta el sacrificio por los demás, que está como escondida dentro de nosotros, pero que es preciso rescatar y poner de manifiesto. Recordemos las palabras de Jesús: "No se enciende una lámpara para ponerla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo." (Mt. 5, 15-16).



La Iglesia , en estos últimos años difíciles, ha buscado acompañar el dolor de los padres, los familiares y los amigos. Juan Pablo II decía en su Encíclica del Dolor Salvador: "El sufrimiento humano suscita respeto, es decir, el hombre se coloca delante de un misterio cuando ve a otro sufrir. Hay que aprender a mirar en silencio el sufrimiento humano y a escuchar las preguntas que no tienen respuesta." (SD 4).



Buscamos con humildad consolar. Consolar quiere decir compartir la soledad. El consuelo no cura el dolor, pero alivia sentirse menos solo. El Espíritu Santo, el mismo Amor de Dios es el verdadero consolador. Él nos consuela de las ausencias y de las pérdidas porque conoce nuestra soledad como nadie. Él ha experimentado la soledad y el abandono de Cristo en su Pasión y en su Cruz.



Que sea el mismo Amor de Dios crucificado y muerto por nosotros, el que llegue al corazón de todos los que han perdido de este modo incomprensible a sus seres queridos, y les conceda su compañía, que es la única que puede contener el sufrimiento humano.



Monseñor Oscar Ojea

Obispo Auxiliar de Buenos Aires y Vicario para la Zona Centro

30 de diciembre de 2008

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