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Ricardo Diez
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Enviado lunes, 17 de enero, 2005 - 07:02 am:   

LA NACION, domingo 16 de enero de 2005

De Yabrán a Chabán, o la desidia del Estado
Por Sergio Berensztein


Necesitaremos una vez más someternos a la tragedia para comprender en toda su dimensión el valor fundamental del Estado de Derecho? Son demasiados los muertos y heridos de República Cromagnon, pero no son los primeros y puede que no sean los últimos. Hasta ahora fuimos incapaces como sociedad de construir un conjunto de reglas de juego estables, legítimas y acordadas que promuevan conductas responsables tanto por parte de los ciudadanos como fundamentalmente de los actores económicos y políticos. Y que, eventualmente, garanticen que el Estado aplicará las sanciones correspondientes sin excepciones ni privilegios.

Cuando el Estado no garantiza estas cuestiones básicas, se convierte en el principal problema. La experiencia comparada sugiere que ante la ausencia de ese marco institucional y del compromiso vital y civilizador de hacer cumplir la ley, las sociedades se desarrollan mal: crecen mucho menos que su potencial e incluso entran en largos ciclos de estancamiento como el que padece la Argentina desde hace más de tres décadas.

Asimismo, se trata de sociedades muy desiguales, pues se establecen incentivos perversos que tergiversan valores y prioridades (la defensa del ahorro público y el valor de la moneda) y promueven conductas irresponsables, con impunidad y desprecio por los comportamientos ejemplares. Los sectores más poderosos son los que más se favorecen, mediante su influencia logran proteger sus intereses, generalmente a contrapelo del interés general.

Los argentinos pudimos advertir repetidamente las costosas consecuencias de la fragilidad del Estado, en particular con relación al sector privado. A pesar de las enormes diferencias en el tamaño de sus negocios, sus contactos con el poder de turno y sus estilos personales, Alfredo Yabrán y Omar Chabán representan dos ejemplos de empresarios que desarrollaron sus actividades en los márgenes, a menudo con la complicidad de las autoridades.

Esto se traduce en la ausencia acordada de controles y en la obtención de privilegios antojadizos. Por algún tiempo pueden resultar modelos empresarios relativamente exitosos, pero carecen absolutamente de sustentabilidad pues su eventual fortuna depende y se nutre de la aplicación discrecional de la ley, o de su desconocimiento. Por lo demás, siempre cuesta entender la evolución patrimonial de estos personajes, enturbiada por sofisticados mecanismos orientados a facilitar la elusión y evasión de impuestos.

Más aún, el inevitable final de esta clase perversa de acumuladores de capital termina arrastrando a sus cómplices políticos y burocráticos que, por acción u omisión, resultan corresponsables de amparar prácticas contrarias a la sana competencia y el espíritu emprendedor que yacen en los fundamentos de una sociedad libre y democrática. La lección parece clara: a nadie le sirven los atajos cuando ello implica limitar o desconocer la mano justa del Estado. Hasta hace pocos días nadie se animaba a conjeturar con que un hecho tan desgraciado pudiera exponer de forma tan particularmente cruel los desatinos acumulados en años, si no décadas, de desidia e irresponsabilidad en el manejo de la cosa pública, incluidos ciertamente los casi cinco en los que Ibarra ha sido jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

¿Puede acaso el Presidente estar seguro de que algún otro hecho fatídico no vaya a explotarle en las manos, consecuencia del disfuncionamiento de un aparato estatal que nunca fue diseñado para promover el desarrollo equitativo y sustentable? ¿Cuántos República Cromagnon yacen bajo esa alfombra deshilachada que es el Estado argentino?

Dudó mucho al comienzo y se llamó a un silencio incomprensible (¿acaso no estuvieron hace unos pocos meses el Presidente y las obedientes cámaras de TV en las minas de Río Turbio?), pero Kirchner terminó tendiéndole a Ibarra una mano helada que lo rescató, al menos temporalmente, del precipicio. Al hacerlo, se estaba ayudando a sí mismo.

¿Cuántos Yabrán y cuántos Chabán se están beneficiando ahora de la complicidad y la indolencia de funcionarios públicos, en el nivel nacional, provincial y local? Lamentablemente, carecemos de los mecanismos institucionales que aseguren la necesaria transparencia para controlar y evitar esta clase de conductas rentísticas que erosionan la confianza en la democracia e incluso en la economía de mercado.

La incapacidad del Estado se origina y reproduce también en la existencia de mecanismos administrativos demasiado complejos y rígidos, usualmente anacrónicos o de muy difícil implementación. Se trata de lo que Mancur Olson denominaba "la esclerotización de la sociedad": la acumulación de normativas que restan progresivamente energía y libertad a los ciudadanos. Esto empuja a los actores involucrados (tanto controladores como eventuales controlados) a buscar formas alternativas para "acatar pero no cumplir", como planteaba la sabia máxima colonial.

De este modo, el desapego a las normas y la consecuente informalidad se transforman en prácticas extendidas en todo el tejido productivo y social del país. La vitalidad y energía creadora de los emprendedores se canaliza, otra vez, en los márgenes o incluso más allá de la legalidad. Tal vez ellos quisieran cumplir con la normativa, pero esto implicaría tiempo y recursos de los que carecen y oportunidades de creación de riqueza que se perderían.

La racionalidad económica los empuja a un mundo sin derechos: no los tienen los trabajadores que emplean, los consumidores que compran sus bienes y servicios ni los contribuyentes que se perjudican por los impuestos que ellos no pagan. Estos mismos empresarios enfrentan situaciones injustas, como el costo de financiamiento en el circuito paraformal. Se trata de un círculo vicioso perfecto en el que, en el mediano y largo plazos, todos perdemos.

¿Es posible frenar esta inercia perversa? Indudablemente, si somos capaces de construir otras reglas del juego, comenzando por respetar la división de poderes que consagra nuestro sistema republicano. Pero se ahonda el problema cuando el fortalecimiento de la autoridad presidencial se basa en la limitación de las facultades del Congreso y la gobernabilidad descansa en la posibilidad de influir en algunos fallos clave de una Corte bien predispuesta.

¿Seremos capaces de construir un Estado democrático eficaz, eficiente y solidario, que promueva una sociedad cohesionada, plural, integrada internamente e inteligentemente inserta en el mundo? Este es el principal desafío que tenemos los argentinos para salir de esta interminable decadencia.

Se construye estatalidad siguiendo críticamente los ejemplos y aprendiendo con humildad de la experiencia de los principales países de Occidente, los más desarrollados, democráticos, libres e igualitarios de que pueda dar cuenta la historia. Esto supone planes racionales, contar con los mejores recursos humanos y tecnológicos, y establecer serios controles institucionales con amplia participación ciudadana. Algo es seguro: no se construye estatalidad con esfuerzos espasmódicos o coyunturales, por mejor intencionados que sean.

Habrá siempre amenazas y sucesos que generarán gran impotencia. El terrorismo internacional demostró que puede vulnerar los dispositivos de seguridad aun de los Estados más poderosos. Y ante las catástrofes naturales, como la ocurrida recientemente en Asia, el único camino es concentrarse en la ayuda humanitaria y en la reconstrucción. Nuestro problema es bien distinto, mucho más básico y elemental. Depende de decisiones políticas y de la convicción perdurable de la ciudadanía. El futuro del país se juega en ellas.

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