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Ricardo Diez
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PUBLICADO EN ENERO DE 2005, hace casi 11 meses

Ibarra y el progresismo de festival

Publicado el miércoles 26 de enero de 2005 a las 0:02

Tío Plinio querido: El eterno fiscal Ibarra podría haber seguido el ejemplo de Laurent Fabius, aquel superior ex Primer Ministro de Francia, un discípulo aventajado de Francois Mitterrand.

Durante su gestión, Fabius debió enfrentar la catástrofe de la sangre contaminada, que habían utilizado para transfusiones en hospitales públicos, con su secuela macabra de muertos de sida.
"Soy responsable pero no culpable", sintetizó Fabius. Y enfrentó de inmediato a quienes utilizaban la peste de la sangre para desmoronar su prestigio.

Con el bengalicidio de Cromagnon, Ibarra, en cambio, apenas supo exhibir la escurridiza versión de sus limitaciones personales.
Se asiste, tío Plinio querido, a la última de las traumáticas decepciones de los cuadros del Frente Grande. Una definitoria muestra de la inoperancia habitual del progresismo argentino. Trátase de una superstición ideológica, una jactancia que se desvanece en los momentos de enfrentar cualquier grave escenario de gestión real.

Suelo definir al progresismo, tío Plinio querido, como la playa generosa donde naufragó la izquierda sin utopías, energías ni rumbo.
Una izquierda, en nuestro caso, ingenuamente urbana, que ni siquiera supo interpretar las claves del marxismo anquilosado, que portaba las raíces de su previsible fracaso.
Por lo tanto, tío Plinio querido, el progresismo representa, hoy, el obstinado acné rebelde del vencido.
O probablemente: es la adopción resignada, casi culposa, del capitalismo.

Ya que no supo o no pudo construir oportunamente el socialismo, el progresista argentino se empecina en imponerle condiciones a la gestación del capitalismo que desprecia.
Se sumerge entonces en la ilusión de un capitalismo tan trasparente que ni siquiera debe contener inversiones ni negocios. Un esquema neoliberal, donde la riqueza es simplemente considerada una afrenta condenable.
En su conjunto de ideas inofensivamente incuestionables, tío Plinio querido, el progresista argentino apuesta a la transformación del capitalismo desde la palabra. Es decir, con una diatriba permanente al neoliberalismo que imagina combatir. Adhiere a la creencia de poder superarlo desde la locuacidad.
Para completarla, el adolescente combo progresista viene acompañado de una exaltación positiva del pasado presumiblemente combativo, contra aquello que no pudo desmoronar
¿Se atreverá ahora a explicarle a tía Edelma el concepto culposo del capitalismo que instaló el aún no suficientemente estudiado Frente Grande?

Volvamos a la ciudad desguarnecida, que es el tema.
El mérito mayor del eterno fiscal, tío Plinio querido, consistió en la persistencia.
Se trata de un sobreviviente de los dos fracasos monumentales del Frente Grande, carátula ya diluida del progresismo noventista.
Primero, la decepción rotunda que produjo el inexplicable vicepresidente Carlos Alvarez (al que, como homenaje a Peñaloza y Jaroslavsky, habrá que abstenerse de llamarlo Chacho).
Segundo, y no menor, aunque algo más digno, el fracaso de la señora Graciela Fernández Meijide.
En tanto el accionar político consistiera en conquistar la franquicia del severo desperdicio del parlamento, o en la exhibición en la potente vitrina del frasco televisivo, ambos -Alvarez y Fernández Meijide- resultaban ejemplarmente imprescindibles. Como hoy, por ejemplo, parece serlo la señora Carrió. Disponían de los flancos escandalosos del menemismo de miniserie, para servirse a discreción. Y crecían y construían con la complicidad impune de los superados medios de comunicación.
Dos productos emblemáticos (por confrontación dialéctica) de los noventa. Se imponían desde la honorabilidad de la retórica bienintencionada. Porque la política se había convertido en una adaptable construcción argumental, aunque eficaz para llegar, en los albores del 2000, a la monótona crueldad de los despachos decisorios del poder. Para exhibir en adelante, con patetismo misericordioso, la orgiástica ineptitud para la gestión.

De tamaños fracasos mayores sobrevive el eterno fiscal Ibarra, del extraño Frente Grande de referencia, que impregnó la cultura política de la última década, y cuyos efectos residuales aún controlan importantes ministerios.
Ibarra sobrevivió aferrado, en principio, al mascarón de proa del De la Rua posteriormente descartable. Y también aferrado, apenas tres años después, al artificio duhaldista del Kirchner del 2003.

Por lo tanto la destreza para sobrevivir de Ibarra, hasta el bengalicidio de Cromagnon, es bastante ponderable. Con cierta pericia, Ibarra logró hasta ocultar la insolvencia impotente del progresismo durante un lustro de (falta de) gestión. Sin embargo pronto se encargaría de desenmascararlo el Interventor Tito Lusiardo, alias Juanjo, con la sobreactuada iniciativa salvadora que precisamente lo consolida (a Ibarra), y acaso para siempre, en la posible antesala del ocaso.

En definitiva, tío Plinio querido, el desmoronamiento inexorable de Ibarra marca también el estruendoso declive del progresismo de festival. El que practica una izquierda municipal, parcialmente distinta al perejilismo de los imberbes que sostienen las imposturas del gobierno nacional.
Le anuncio que el perejilismo de Kirchner será tratado en otra carta.

En el fondo nadie podía esperar del progresismo de festival de Ibarra algún proyecto estratégico para Buenos Aires.
Ni siquiera se le exigía que resolviera las cuestiones sustancialmente elementales de la vida cotidiana en una ciudad caótica.
Tampoco se le reclamaba que cumpliera con la función tradicional del Intendente. Ni un ordenamiento del tránsito, ni siquiera la mera limpieza.
Si hasta la ciudadanía porteña podía perdonarle a Ibarra, incluso, su parálisis indiferente ante el indecoroso tráfico de miserables en los primeros planos de la ciudad tomada. Bastaba apenas con que el gobierno de Ibarra se dedicara a hacer la plancha gestionaria para simular su opacidad y continuar su crecimiento.
Bastaba hasta para ilusionarse, al mejor estilo Grosso, con el aditivo de la banda presidencial. Y para que dejara hacer -como Grosso- a la estructura, que por lo menos tenía la obligación de controlar positivamente los espacios febriles de los recitales. Emblemas del festival permanente que, desde aquel "Buenos Aires no duerme", lo sostenía, y le otorgaba cierta fresca legitimidad.

No era mucho pedirle, tío Plinio querido, a Ibarra y su estructura. Que el progresismo de festival que representa contemplara los riesgos absolutamente específicos de las pasiones del rock. Con sus transgresiones culturales de inconformismo, con la entrega alucinante al desenfreno, y la sujeción al mito del descontrol, que contiene los altibajos de los valores y la propia destrucción.
Chaban, sin ir más lejos, se lo podría haber explicado.

A esta altura puede que sea tarde ya, tío Plinio querido, para que el eterno fiscal Ibarra siga aquel ejemplo de Laurent Fabius.

Un abrazo.

PD: Espero que ningún comedido, por no decir un gil, se lance a hablar otra vez en su nombre.

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